En una esquina de Scalabrini Ortiz y Paraguay, un viejo café resiste el paso del tiempo. Tiene mesas de madera; las paredes cubiertas de viejas fotografías y frases escritas a mano de clientes anónimos que le dan un aire de eternidad. Domina la escena una foto de Carlos Gardel en su paso por el lugar en los años 30. Su mobiliario gastado y su aroma a café recién hecho son testigos de incontables conversaciones e intensas discusiones.
En una mesa junto a la ventana, dos jóvenes discutían con fervor. Uno, Tomás, era un idealista convencido de que la política podía recuperar su rumbo. Pelirrojo, alto, pecoso, estudiante de abogacía, hijo de inmigrantes irlandeses, tenía en sus manos un cuaderno lleno de citas escritas de Gramsci.
El otro, Julián, descreía de todo y aseguraba que la democracia era solo un espejismo. Había perdido el laburo en la última crisis, lo que lo volvió medio amargo. Tenía aspecto de cucaracha de escritorio, pero de tonto no tenía nada. Se conocían del Gasómetro; los dos eran hinchas de San Lorenzo.

El mozo, un hombre de unos sesenta años llamado Antonio, un gallego de Avellaneda, se acercó con la bandeja y escuchó parte del debate mientras servía el café.
Sonrió con la paciencia de quien ha oído las mismas discusiones durante décadas.
—Siempre los mismos temas —dijo, dejando las tazas sobre la mesa—. Pero díganme, muchachos, ¿qué creen que es lo que está mal?
Tomás se inclinó hacia delante.
—La corrupción. Nos roban, nos mienten y siguen en el poder como si nada. No hay consecuencias.
Julián negó con la cabeza.
No es solo eso. Perdí el laburo cuando un cliente se fue del país. Fuimos dos, un compañero y yo. Los dos informáticos, los dos afuera. Nos prometieron estabilidad, y nada. Al final da lo mismo quién gobierne. Todos repiten lo mismo.
Antonio suspiró y se sentó en una silla vacía cerca de ellos.
—Miren, llevo años sirviendo café y escuchando hablar de política. Antes los políticos discutían ideas; ahora compiten por quién grita más fuerte en la televisión. Hoy, más que proponer, buscan dividirnos.
Julián asintió.
—Sí, parece que los extremos dominan todo. Te dicen: o estás conmigo o sos la contra. Como si la vida fuera un partido de fútbol.
—Exacto —dijo Antonio—. Y así no se puede construir nada.
Tomás comentó:
—En Argentina pasamos de un extremo al otro sin resolver lo esencial. Mientras unos creen que el mercado soluciona todo, otros piensan que el Estado debe estar en todo. Ninguno piensa en las necesidades del ciudadano común. Fíjate cómo se enriqueció Salvador García. Hace unos años nadie lo conocía. Decían que trabajaba de ayudante en un estudio de abogados de La Matanza. Hoy, después de defender y asociarse con el intendente, es millonario y maneja un estudio de veinte abogados.
—Sí, venía a tomar café acá y ahora va a un bar de la Recoleta —dijo Antonio.
—¿Saben cuántos políticos pasaron por acá? —dijo sin mirarlos—. Venían antes de las elecciones, prometían, se sacaban fotos con nosotros y los clientes. Después ganaban y no volvían más. Hasta que necesitaban votos para una nueva elección.
—El único que volvió fue uno que no ganó. Se sentó ahí —señaló una mesa al fondo— y pidió un cortado y lo único que hacía después de perder era quejarse por los precios del bar.
Mientras la conversación transcurría, en la televisión del fondo, un político inauguraba por tercera vez el mismo hospital.
—¿Viste? —dijo Tomás señalando la pantalla—. Ese hace cinco años que corta la misma cinta. Hasta el decorado es el mismo. Solo cambian los trajes. Se enriquecen, hacen acuerdos entre ellos, garantizan su bienestar mientras el resto sigue esperando.
—Nos venden esperanza reciclada —dijo Julián—. Como si el país fuera una calesita.
—Y la gente sigue atrapada en la misma trampa —agregó.
Antonio dejó la bandeja, se puso de pie y, mientras limpiaba la misma mancha por tercera vez —la madera tenía décadas de café derramado, de codos apoyados, de puños golpeados en discusiones que nunca llegaban a nada—, continuó diciendo:
—No es solo Argentina. La política se volvió un circo. Ya nadie quiere pensar y los políticos lo saben. Quieren que les den la razón. Te venden bronca como si fuera pan.
Un llamado desde la puerta los interrumpió. Una mujer de unos setenta años entró al café. Llevaba un tapado gastado y una cartera vieja, pero caminaba con la espalda recta. Se sentó en una mesa cercana y pidió un té con leche.
Antonio fue a atenderla. Los muchachos bajaron la voz, pero ella los había escuchado.
—Disculpen —dijo, girándose hacia ellos—. No quiero meterme, pero los oí hablar de política.
Tomás y Julián se miraron, incómodos.
—Sí, señora. Perdón si molestamos —dijo Tomás.
—No molestan. Me hacen acordar a mi hijo. Hablaba como ustedes. Decía que todos eran chorros, que el sistema estaba podrido, que había que quemarlo todo.
Antonio le dejó el té y permaneció cerca, atento.
—¿Y qué fue de su hijo? —preguntó Julián.
—Ahora es concejal —dijo ella, sin emoción—. Tiene dos autos, una casa en Nordelta y un sueldo que no ganaré en toda mi vida. La última vez que vino me trajo facturas de una panadería cara. Antes comíamos pan del día anterior.
Tomás tragó saliva. Julián bajó la mirada.
—Me dijo que la política es así. Que si no te acomodás, te pasan por arriba. Que hace lo que puede dentro del sistema —agregó la mujer.
Hizo una pausa.
—A veces creo que tiene razón. Otras, que perdimos algo en el camino. Algo que ya no se recupera.
Dejó unas monedas sobre la mesa y se fue sin mirar atrás.
Se produjo un inmenso silencio, tanto que se escuchaban los ruidos de los autos en el exterior del café. Afuera, un colectivo frenó en seco. Adentro, la cafetera italiana silbó desde la barra.
Antonio recogió las tazas vacías sin decir palabra. Los dos jóvenes pidieron unas sodas.
Tomás abrió el cuaderno con las citas de Gramsci, pero no lo leyó. Julián miraba por la ventana. En la esquina, un tipo vendía banderas de tres partidos distintos. Las agitaba sin entusiasmo, ofreciéndolas al mismo precio.
—¿Y ahora qué? —dijo Julián finalmente.
Tomás cerró el cuaderno.
—No sé. Pero pensar da miedo.
—Opinar da miedo —respondió Julián—. Porque te obliga a darte cuenta de que quizás vos también eres parte del problema.
Antonio pasó con otros cafés para nuevos clientes y las sodas. Desde la pared, Gardel los miraba con esa sonrisa de siempre. Atrás, apenas visibles en una foto borrosa, dos tipos. Uno se parecía a Borges y el otro a Sábato, ambos estaban sentados conversando.
Tomás los señaló.
—¿Cuándo fue esa foto?
Antonio se encogió de hombros.
—Antes. Cuando todavía se discutía para construir algo.
Antonio volvió a la barra. Pasó el trapo por el mostrador y murmuró para sí mismo:
—Después de tantos años, lo único que cambió fue el precio del café, pero todos vuelven. Unos para seguir discutiendo. Otros para callarse un rato. Pero vuelven. Por algo será.
Afuera, las bocinas de los autos y las voces de la ciudad seguían su interminable discusión. Adentro, el aroma del café recien molido llenaba el aire.
Y en esa esquina de Scalabrini Ortiz y Paraguay, tres hombres quedaron en silencio, pensando en todo lo que no se puede decir con palabras.
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Nota: Realizado con la colaboración de Claude y ChatGPT

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