Esa tarde de primavera hacía fresco. El calor todavía no agobiaba.
Juan Cruz abrió un archivo viejo. Un cuento que nunca le había gustado.
Abrió la aplicación de IA. Escribió: «Evalúa este texto de 1 a 10 y decime sus pros y contras.»
La respuesta apareció en tres segundos. Completa. Detallada.
—Imposible—pensó— Nadie lee tan rápido. Nadie responde así.
La calificación: 6.5/10. Leyó la crítica. Algunos elogios. Varias sugerencias.
Escribió: «Reescríbelo mejor.»
La pantalla parpadeó. El texto apareció.
Leyó el último párrafo dos veces. Era bueno. Demasiado bueno. La gramática, el tono, el ritmo. Todo funcionaba.
Ese era el tipo de frase que siempre quiso escribir, pero que nunca le salía.
Cerró el documento. Abrió el original.
Lo leyó. Tibio. Funcional. Correcto. Olvidable.
Volvió a la versión nueva. Ahí estaba otra vez. Brillante. Precisa.
—¿Esto lo escribí yo?—se preguntó
Se levantó. Fue a la cocina. Se sirvió agua. La tomó sin ganas. En la heladera, un magneto de Nueva York mostraba a una mujer tomándose el codo y la frase: «We can do it.»
Volvió al escritorio.
En la pantalla, el archivo seguía abierto. El cursor parpadeaba.
—Yo di las indicaciones. Yo elegí qué conservar. Técnicamente, es mío.
Se rio. Una risa amarga.
—¿A quién estoy convenciendo?
Al día siguiente siguió escribiendo. Acudía a la IA cuando tenía dudas, cuando quería mejorar una frase. Poco a poco el cuento tomaba forma. Le gustaba.
Cuando terminó, lo leyó de corrido. Funcionaba.
Escribió el título. Puso su nombre. Agregó una nota al pie: «Escrito en colaboración con inteligencia artificial.»
Publicó.
Esa tarde salió a caminar. El médico le había dicho que lo hiciera. Las aceras estaban mojadas, los árboles verdes; aparecían las primeras flores. Los perros del barrio festejaban sus pasos con ladridos.
Respiró profundo. Disfrutó el aire.
Por primera vez en semanas, no tenía dudas.
Al día siguiente la publicación tenía muchos comentarios.
«Gracias. Hacía tiempo que no leía algo así.»
«¿Quién sos? Me gusta lo que escribís.»
Un colega del taller le escribió: «Brillante. ¿Cómo lo hiciste?»
Otro: «¿Usaste IA? Eso no es escribir.»
Otro: «Gracias por ser honesto. Yo también la uso.»
Juan Cruz leyó el que decía «Gracias por ser honesto». Sonrió. Tuvo un pequeño alivio.
Después leyó: «Eso no es escribir.»
El alivio se evaporó.
Cerró la laptop.
Lorenzo Dávalos, escritor respetado, purista implacable, publicó una columna en el suplemento cultural del diario:
«La inteligencia artificial, como la imprenta en su época, no crea ni destruye: revela. Y lo que muestra en este caso es que ha encontrado su mejor aliado. Lamentablemente, hay quienes, sin haber conocido jamás su propia voz, ahora se excusan en la polifonía de las máquinas.»
Juan Cruz leyó la frase tres veces. No le dolía la crítica. Le dolía el eco de una verdad a medias. Sobre todo, le dolía que viniera de Lorenzo, su antiguo maestro.
Lo llamó. Le pidió tomar un café. Lorenzo, sorprendentemente, aceptó.
Se encontraron en un bar viejo. Lorenzo llegó puntual, bien presentado, con esa manera de hablar de profesor que nunca había dejado.
—¿Por qué me llamaste? —preguntó sin rodeos.
—Quería saber si pensás que lo que escribí tiene valor.
—Leí lo que escribiste. Es bueno. Pero no sos vos.
—¿Y si ahora, mi «yo» incluye a la IA?
—Entonces ya no sos un escritor. Sos un editor de algoritmos.
—Quizás eso sea escribir ahora.
Lorenzo guardó silencio. Un silencio largo.
—Quizás. Pero no en mi época.
Juan Cruz miró hacia abajo. Después levantó la vista. No dijo nada.
Lorenzo se fue sin terminar el café. Antes de irse, dijo en voz baja:
—Si alguna vez querés volver a escribir de verdad, no busques una herramienta. Buscá una herida que esté sangrando.
Juan Cruz no sintió enojo. Solo distancia.
Se dieron la mano.
Esa noche no usó la computadora. Salió a caminar. Llovía. Las calles estaban desiertas.
Durante días no escribió. Caminaba. Leía. Pensaba.
Una mañana se despertó temprano. Tenía que entregar un artículo.
Se sentó frente a la computadora. Abrió un documento nuevo.
Escribió el primer párrafo. Lo releyó. No le gustaba.
Abrió la IA. Escribió: «Ayudame con esto.»
La respuesta apareció en segundos.
La leyó. La editó. La reescribió.
Guardó el documento.
Miró por la ventana. Pensó en Lorenzo. En los comentarios. En los que lo defendían y en los que lo atacaban.
—Van a tardar años en entender esto. Pero alguien tiene que empezar.—
Volvió al teclado. Siguió escribiendo.
Todavía nadie más lo entendía. Pero él sí.

Deja un comentario