Las mesetas de Kraparayán
Por Pedro Holmes[1]
Mi nombre es Pedro Holmes y deseo contarles una historia: hace muchos años trabajaba de disc jockey en la ciudad de Buenos Aires en la boîte “Le Moir”. La idea que me animaba era ganarme unos mangos[2] para solventar y cursar la carrera de Derecho. En fin, una decisión poco afortunada que pronto abandoné, unos sueños afiebrados de juventud; todos sabemos que las mieles de la noche no son buenas amigas del estudio.
Pasado un año, con un inexplicable sentido del destino, decidí trabajar como ayudante de topografía. Tal vez, otra fiebre de juventud más, pero cabe mencionar que, en esa ocasión, la elección fue el final de mis estudios de Abogacía y el comienzo de mi carrera de Agrimensura, profesión que aún corre por mis venas.
Hay unas bondades del trabajo de agrimensor que son maravillosas, entre ellas: la posibilidad de viajar y tener la oportunidad de conocer gente y lugares diferentes. De esta manera, un día, en los campos de la provincia de Catamarca, realizando una mensura rural, volviendo a caballo, mi jefe agrimensor, un ayudante lugareño y yo, nos vimos forzados a pasar la noche en un rancho próximo a nuestro trabajo. Tras terminar la tarea, resultaba imposible orientarse para regresar. La espesa niebla había cubierto los cerros.
El rancho donde encontramos refugio era una construcción humilde, de paredes de barro rajadas por el calor y la lluvia. Techo de paja trenzada sostenido por palos de algarrobo ennegrecidos por el humo de años. En el interior reinaba un orden digno, con pocas cosas, y una llamativa limpieza. Afuera, con la densa niebla, apenas se distinguía la silueta de una cabra amarrada y un aljibe tapado con una chapa oxidada. El aire olía a salvia, humo de leña y algo indefinido que parecía venir de lejos.
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Allí fue donde conocimos a sir Alexander Gibs, un geólogo y buscador de oro, un “sabio”, que había recalado accidentalmente por el mismo motivo en el lugar. Era un hombre alto, llevaba un abrigo de paño raído en los bordes y un sombrero que parecía haber recorrido más caminos que él mismo. Un anciano catedrático que había recibido honores y premios sin fin, pero que se decía que había perdido la cabeza y andaba vagando por el mundo, buscando ciudades perdidas. Hablaba un castellano mezclado con modismos británicos y giros de lenguajes desconocidos. Era un crisol de geografías y edades. Su voz era grave, gastada, pero amable. Todo un trotamundos que nos relataba sabrosas aventuras, deliciosas vivencias, experiencias increíbles que había vivido en las mesetas del Kraparayán, lugar donde habría conocido al “galiotardo”. Un mítico animal desconocido fuera de ese lugar. Cuando Alexander lo mencionaba, lo hacía en voz baja, como si compartiera un secreto que no podía repetirse dos veces. Sus ojos, pequeños y grises, brillaban entonces con una mezcla extraña de temor y nostalgia. Apretaba los labios, como quien ha visto más de lo que conviene.
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La humilde familia del rancho, como buenos paisanos de nuestra tierra, nos agasajó a la noche. Recuerdo que dejaron una de sus piezas para que durmiéramos nosotros y la mujer sacó un mantel blanco bordado y la mejor vajilla para atendernos. Comimos cordero asado con papas hervidas sazonadas con salvia, y después de la cena, Alexander, como símbolo de agradecimiento a la hospitalidad de la casa y a nosotros que habíamos aportado el vino, nos invitó con una bebida extraña; él mencionaba insistentemente que nos revelaría el secreto del conocimiento y la sabiduría. Luego de otros múltiples entremeses y diversas excusas para no despreciarlo, decidimos probar el ofrecido brebaje. Era dulce, con gusto a frutos silvestres, embriagador. Contaba el extraño sujeto que contenía ácido “trimegístico” traído de las mesetas de Kraparayán hasta que, por causas del cansancio —estábamos exhaustos— y la abundante comida y bebida, tras consumirlo, caímos en un sueño profundo.
Fue una noche de pesadillas, plagada de visiones perturbadoras; soñé con extraños animales, uno de ellos el mencionado “galiotardo”. En sueños repetidos y recurrentes, lo imaginé con cuerpo de cabra y una cabeza —una mezcla de gallo y lobo— con ojos de gato de color rosado.
Muchos años después de aquella noche, me recibí y entiendo que obtuve mayores conocimientos profesionales y humanos, pero nunca supe si descubrí el secreto de la sabiduría.
Por mi profesión de agrimensor, un empresario con tierras en Catamarca me encargó una mensura cercana a los cerros donde antes habíamos estado, y nuevamente nos sorprendió la niebla. Buscando refugio con mi propio ayudante, llegamos a un rancho que me resultó familiar. La misma construcción humilde, las mismas paredes rajadas, el mismo techo de paja ennegrecido. La familia nos recibió con idéntica hospitalidad: el mantel blanco bordado, la mejor vajilla, el cordero asado con papas sazonadas con salvia.
Durante la cena, mi ayudante me miró con curiosidad cuando comencé a hablar del galiotardo y de las mesetas de Kraparayán. Palabras que salían de mi boca como si antes las hubiera pronunciado mil veces.
Cuando el paisano trajo el vino, busqué instintivamente en mi bolso y encontré un recipiente que no recordaba haber guardado allí. Fue entonces cuando el hombre del rancho me dijo: Usted ya había estado aquí antes, ¿no se acuerda? Aquella vez hablaban del galiotardo y sirvieron también una bebida extraña. Inmediatamente, el recuerdo del paisano me llevó a mi época de estudiante cuando realicé una tarea para la facultad sobre el estudio de títulos. Me acuerdo de que, revisando archivos, había encontrado un expediente amarillento; era un certificado de defunción de un tal Alexander Gibs. Un geólogo británico, fallecido en circunstancias misteriosas mientras buscaba oro en una zona que los lugareños llamaban «las mesetas del no-sé-dónde». Un lugar que nadie había logrado ubicar en el mapa.
Cuando llegó la noche, mientras mi ayudante dormía profundamente, fruto del cansancio, salí al patio del rancho. La noche estaba cerrada, fría, y en la niebla espesa apenas distinguí el aljibe tapado con chapa oxidada. Fue cuando sentí que el galiotardo me observaba detrás de la niebla. Pensé también que resulta beneficioso estar alerta al destino y continuar persiguiendo nuestra propia Ítaca, Thule o Atlantis. Me lo recordaba el mítico animal de las mesetas de Kraparayán.
—¡Viva el vino y el brebaje de «las mesetas del no-sé-dónde» cuando señalan nuestros sueños y destinos…!
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[1] Antónimo de José M. Ciampagna
[2] Palabra del lenguaje lunfardo que significa dinero.

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