Veinte años de desprecio
Por José María Ciampagna
con reflexiones y ayudas de la IA
Anton de Holande siempre estuvo solo, aunque nunca lo admitiera, ni siquiera a sí mismo. Podía tener dinero de sobra, aduladores a sueldo, parientes revoloteando como moscas sobre la fruta madura, pero detrás de esa sonrisa de cortesía se escondía un hombre hueco, incapaz de querer a nadie ni de dejarse querer. Y todos, de alguna forma, lo sabían.
Una mañana lo encontraron muerto. Casi desnudo, apenas envuelto en una sábana manchada. Veinte puñaladas: ni una más, ni una menos. La sevillana de hoja toledana, comprada en un viaje a España —quizás como trofeo, quizás como talismán—, se oxidaba junto a la puerta teñida de sangre. Ironías del destino: a veces lo que uno cree que lo protege, termina firmando su sentencia.
El detective Eduardo Parson se hizo cargo del caso. Desde el primer instante olfateó que no se trataba de un robo. Había algo podrido: la escena era un asesinato premeditado. Tenía que encontrar al culpable. Fue al velorio buscando la verdad entre coronas de compromiso y pésames vacíos. Escuchó a parientes mascullar “miserable” sin miedo a ser oídos.
—¿Te acordás cuando echó a los Martínez en pleno invierno? Terminaron en la calle con los chicos porque no podían pagar el alquiler. Él lo subió sin contemplación de un día para otro —escuchó decir a un empleado en el baño.
Frente al cadáver, vio cabezas asentir como si confirmaran que, esta vez, la muerte no era tragedia, sino liberación.
Parson, siempre con un cigarrillo apagado entre los dedos, se detuvo frente a una corona sin nombre. Tomó una flor marchita, la guardó en su abrigo como quien guarda un secreto que aún no entiende. Murmuró, sin darse cuenta: «Nadie es culpable del todo, y ningún inocente está limpio». Ni él mismo lo creía del todo.
El entierro fue un trámite frío. Ni una lágrima genuina. Los hermanos de Anton cuchicheaban, tan pálidos como un papel en blanco, no por pena, sino por miedo a perder su parte del pastel. En la oficina de la empresa Holande reinaba un silencio tenso: la única pregunta era quién se quedaría con lo que dejaba atrás. Lo importante no era quién lo había matado.
Dos meses después, el otoño porteño había teñido de ocre las calles cuando se leyó el testamento. Parson, consumiendo medio atado de cigarrillos en la sala de espera, parecía querer desaparecer en la bruma. Los herederos salieron crispados. Un primo con cara de ratón se le acercó y le escupió la noticia:
—¿Sabe lo único que dejó ese desgraciado? Un ramo de flores para cada hermano… y toda la plata para una mujer que nadie conoce.
La heredera, María, era alta, de pelo oscuro; ni joven, ni ingenua, ni viuda desconsolada. Su mirada podía partirte en dos. Caminaba como cómplice: su sola presencia gritaba “poder”. Parson la vio salir de la escribanía, envuelta en un perfume caro que no lograba tapar el aroma rancio del café frío.
Cuentan, las malas lenguas del velorio, que antes fue enfermera de Victoria Argañaras, la única mujer que Anton amó y que murió esperando promesas que nunca se cumplieron.
Hurgando en las oficinas, en una caja olvidada, Parson encontró una esquela dentro de una carta. Dos palabras apenas: “No te olvides”. Firmada con las iniciales: V. y J.A. Amenaza, recuerdo, deuda sin pagar. Tardó semanas en atar cabos.
Al construir el árbol de relaciones, descubrió que Victoria había tenido un hijo: Juan Argañaraz. Veintipico de años, oficinista gris, casi invisible. Siguiéndolo días enteros —de la oficina al bar, del bar a su casa—, una tarde Parson vio a María sentarse frente a él. Hablaron poco. Manos que se rozaban como si encontraran calor tras un largo invierno. La complicidad se olía.
No pasó una semana cuando, de madrugada, Parson lo interceptó en una esquina mal iluminada. Cuando mostró su credencial de policía, Juan temblaba, empapado por la humedad de Buenos Aires que se mete hasta los huesos.
—Veinte años —soltó Juan, sin que le preguntaran—. Veinte puñaladas. Una por cada año de desprecio. Él nunca me reconoció. Y mi vieja… mi vieja se murió esperando.
El detective respiró el humo fuerte de su cigarro. Ya había visto esa mirada antes: la de quien cree que la sangre limpia culpas.
Juan dejó escapar una sonrisa leve, buscando comprensión, y temblaba, más por rabia que por frío.
—¿Sabés lo que es crecer sin apellido? Mi vieja me decía que mi papá era un hombre importante. Que algún día… —¿Algún día qué? —Que algún día me reconocería. —Se rió amargamente— Veinte años esperé. Veinte puñaladas le clavé.
—¿Y María? —preguntó el detective.
—María cuidó a mi vieja. Me contaba que Anton, cuando supo que mi vieja estaba embarazada, apagó el cigarrillo sin mirarla: «Eso es problema tuyo, no mío». Mi vieja le respondió: «Mi Juan nunca va a saber qué es tener un padre que lo ame». María le prometió que se encargaría de que lo supiera.
De esas noches brotó todo lo que vino después. Ella se acercó a Anton, se casó, lo sedujo mientras tejíamos la venganza —hizo una pausa, como tragándose una lágrima seca—. Para mí, María es todo: madre, amiga, maestra… y algo más.
—Recuerdo cuando me abrazó después del asesinato. Me confesó que cada caricia que le dio a Anton era una puñalada anticipada. Cada “te amo” era un clavo más en su ataúd.
Parson apretó la flor marchita en su abrigo. La sintió tibia, casi viva.
—¿Querés entregarte? —preguntó, sin emoción.
Juan bajó la vista:
—Haga lo que tenga que hacer.
El detective encendió otro cigarrillo.
—A veces la justicia necesita dormir. Hoy va a dormir. —Le puso la flor en la mano— Nunca olvides por qué vivís ahora que te dejo libre.
De Anton solo quedó su fortuna. María vendió la empresa a un fondo extranjero. Con parte del dinero abrió un negocio a nombre de Juan, como si pudiera limpiar su falso apellido. Algunos dicen que fue un acto de redención; otros, que fue una trampa.
Meses después se la vio pasear con un hombre mayor, de traje planchado, otro exitoso empresario de sonrisa pulida. Decían los que la cruzaban que el caballero tenía un aire a Anton. Y Juan, cuentan, los miraba pasar desde la vereda, con la sevillana guardada en el bolsillo, esperando que alguna palabra lo despierte otra vez.
Parson, de vez en cuando, prende un cigarro, deja que la bruma de Buenos Aires le tape la cara y repite como un rezo medio roto: «Nadie es culpable del todo, y ningún inocente está limpio». Una frase que siempre repitió, pero nunca creyó.
Un año después, cuando las hojas volvían a caer sobre las veredas porteñas, Parson la vio a María por casualidad. Caminaba con la mirada fría, altanera y calculadora de siempre. Luego, muy bien acompañada, subió a un Mercedes. Fue entonces cuando intuyó cuál sería la próxima puñalada.

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