04 — La cara y seca del guardián alemán en las calles del pueblo

El viento de julio soplaba con fuerza en las calles de un pueblo de la provincia de Córdoba, en nuestra querida Argentina. Era un invierno que congelaba hasta los pensamientos, y las casas de estilo alemán, con sus techos inclinados y fachadas coloridas, parecían abrigarse bajo un manto de fría escarcha. Pocas personas se atrevían a salir de sus hogares en ese clima tan crudo, pero en el centro del pueblo, en una esquina olvidada, un muñeco tirolés de madera permanecía vigilante.

El muñeco, una figura robusta, con un gran bigote blanco y armado que se curvaba hacia arriba, y una expresión sonriente grabada en su rostro, había sido tallado años atrás. Su sonrisa, aunque amable, tenía un toque de ironía, como si supiera más de lo que dejaba entrever. Con el paso del tiempo, su rostro se había secado, y las grietas profundas en su madera contaban las historias de un pasado lejano.

Dicen que el alma del muñeco había llegado con un grupo de marinos alemanes después de la Segunda Guerra Mundial, sobrevivientes de un barco que se hundió en las aguas del océano  Atlántico a la altura de Montevideo. Nadie conocía la verdad, pero su imagen, siempre igual y siempre presente, se había convertido en una parte del alma del pueblo.

Esa mañana, mientras la niebla cubría el lugar como un velo espeso, un viejo y un niño aparecieron en la esquina donde descansaba el muñeco. No había sonido alguno, excepto el susurro del viento que parecía traer consigo voces de otros tiempos.

El viejo, con su cabello blanco como la nieve, llevaba un abrigo pesado que arrastraba por el suelo. A su lado, el niño, de ojos grandes, negro y curiosos, miraba fijamente al muñeco. Ninguno de los dos parecía afectado por el frío, y, la sonrisa del muñeco parecía cobrar vida mientras se acercaban.

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«¿Quién eres?», preguntó el niño con una voz suave, casi un susurro.

El viejo, sin desviar la mirada del muñeco, respondió: «Es el guardián de esta calle, el testigo mudo de lo que fue y nunca será.»

El muñeco, aunque inanimado, parecía reaccionar ante las palabras del viejo. Su bigote blanco y armado, quizás un símbolo de tiempos felices, se mantenía firme sobre la sonrisa que desafiaba el paso del tiempo.

El niño extendió una mano temblorosa hacia el muñeco, pero el viejo lo detuvo con un gesto suave. «No todos los secretos deben ser revelados, pequeño. Algunos están destinados a permanecer en la sombra, donde no pueden ser revelados y no hacer daño.»

Sin decir más, el viejo y el niño se dieron la vuelta y continuaron su camino, se desvanecieron en la niebla como si nunca hubieran estado allí. El muñeco, con su sonrisa eterna, quedó en su puesto, observando las calles vacías.

Aquella noche, mientras el pueblo dormía bajo el manto del invierno helado, la figura del muñeco tirolés se mantuvo erguida, como siempre. Pero en la oscuridad, si alguien hubiera estado allí para observar, tal vez habría notado que abrió sus ojos cerrados y un destello fugaz en sus ojos, una chispa de vida oculta apareció en lo más profundo de su madera agrietada.

Porque aunque el viejo y el niño nunca existieron, estaban siempre presentes, como imágenes de la realidad del pueblo. Eran el espíritu curioso de un mundo de gente que visitaba el pueblo. Su presencia era tan real como el propio muñeco. Un recordatorio de que algunas historias no necesitan ser vistas para ser conocidas, y que los guardianes del pasado viven en cada rincón olvidado de nuestras vidas, sonriendo desde las sombras, con un gran bigote blanco y una expresión de saber todos los secretos.

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